La suerte había querido que el hombre al que según el contrato debía robar fuese un tal Abrum Assante, miembro de su misma profesión fingida. En su día había sido un maestro asesino, y se había retirado hacía unos años de la Escuela del Sigilo para disfrutar de la riqueza que con tanto sudor había ganado. Hasta el momento, los preparativos habían sido mucho más difíciles de lo que Arilyn había previsto. No es que expoliar palacetes fuese algo sencillo; la mayoría de los hombres adinerados solía acumular prudencia a la par que riquezas a lo largo de su vida, pero un asesino rico se suponía que resultaría incluso más precavido de lo normal. Assante vivía arropado por suficientes capas de intriga, poder y magia para descorazonar a todos salvo a los más insistentes y en su intento de infiltrarse en la fortaleza de aquel hombre, Arilyn se encontró con que debía explotar hasta más allá de lo que jamás supuso su habitual perseverancia. Salvo el personal del servicio doméstico de Assante, que vivía cuidadosamente aislado en su palacio, no había hombre o mujer vivo que conociese los secretos de la fortaleza.