Con su libreta de papel de seda y una pluma de tinta china. Y una ráfaga salada de aire turbio la habría envuelto, como envuelve el papel de estraza los peces del mercado, y la habría acompañado por los pasillos lúgubres de inmigración hasta un despachito donde flotara el humo de un habano apenas consumido. Y un inspector de voz ronca la habría contemplado de arriba abajo, como hombre primero, como agente después, y el periodismo entonces habría sido una especie de patente de corso para ingresar en la tierra del ciudadano Kane. Una alfombra roja la habría precedido por la Quinta Avenida hasta la mansión Bouvier, y un criado con levita la habría conducido al salón en el que Greta recibía a las visitas, donde olería a gardenias tiernas aunque fuera diciembre y la nieve coronara el jardín. Pero la realidad era otra. Hacía un frío húmedo, una noche precoz. En vez de abrigo llevaba un anorak de plumas; en vez de pluma, un ordenador portátil; en vez de mil novecientos cincuenta y uno, una era de luces rabiosas y rostros hostiles.