Leemos, pero también vemos. El lugar sin límites, título que obliga a una reflexión o al menos a un juego de relaciones, se destaca, a primera vista, por esos ritmos y voces que se intercalan en un patrón no definido. Esta novela, en un principio arisca y seca producto de un necesario golpe de imágenes (las condiciones del pueblo, el juego de las sexualidades, los colores de la tierra y la decadencia del pueblo), se las arregla para introducir al lector en una construcción de realidad que si bien acoge elementos distintivos de la identidad criolla que describe, no intenta emularla sino que se sirve de ésta para crear algo distinto: una realidad que funciona en la ficción como si fuese una trampa: jamás idéntica a lo tangible, pero definitivamente inseparable de ello. Novela que gana complejidad y riqueza a medida que avanza, donde a momentos pareciera que las imágenes propuestas armaran una especie de set de filmación: vemos una suerte de artificialidad en las acciones de los personajes, en la plástica que intenta retocar situaciones muertas. Un texto rico en su lenguaje y en su propuesta, que analiza, sin perderse en ello, aquellas facciones de lo propio, de lo identitario, del camuflaje, de los géneros.
Novela redonda: apenas cien páginas en las que se dispersa un aluvión de técnicas narrativas y se da muestra de un finísimo y discreto montaje de capítulos (me refiero al finísimo hilo que confiere la relación que guarda cada uno de los personajes con Don Alejo, señor del pueblo donde se ubica la novela). Quizá su final no sea muy eficaz, pero, no obstante, su falta de efecticismo queda eclipsada por la condensación de virtudes expuestas a lo largo de esas, sus poco más de cien páginas y la logradísima univocidad del producto.
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