Sobre todo si se trataba de un senador como Garner. A Riggins nunca le había caído bien cuando estaba vivo, y no era fácil sentir compasión por aquel hombre ahora que lo habían encontrado salvajemente asesinado en un sofisticado spa de una ciudad turística. El hombre parecía un rollito de pollo que hubiera estado demasiado tiempo sobre el mostrador de una charcutería. Y eso era precisamente lo que Constance le pedía que hiciera, que examinara de cerca el culo de aquel hombre. —Inclínate para poder ver esto —dijo ella. —¿No puedes contármelo? —dijo Riggins—. Este trabajo me ha dejado ya suficientes cicatrices psicológicas para que me duren una segunda vida. —¿Quieres inclinarte, por favor, y dejar de actuar como un niño? Sí, claro, por supuesto. Riggins se inclinó sobre el cadáver. Habían conseguido que los agentes de la policía local abandonaran la escena del crimen unos minutos, lo que era una suerte.