Había recibido con pena la confirmación de que Fidel les abandonaba, y con satisfacción sus nuevas condiciones de trabajo en el bufete. Con mayor placer había atendido una llamada de Eloísa Ángel, citándole en su bufete a las ocho y media para charlar un rato y, si se terciaba —así se había expresado ella, textualmente—, tomar una copa. Esa tarde, Guzmán había estado trabajando en la defensa de un colectivo de trabajadores despedidos de una empresa de transporte tan arraigada en la ciudad, tan identificada, durante generaciones, con el nombre de Zaragoza como sede matriz que parecía imposible que hubiese suspendido pagos. Pero una mala gestión había descapitalizado la firma y suprimido clientes, compromisos, rutas comerciales, obligando a la patronal a prescindir de buena parte de la plantilla. Los empleados —chóferes, en su mayoría— sospechaban que una encubierta declaración de quiebra enmascaraba la drástica regulación y se habían puesto en manos de abogados laboralistas.