—¡Allí! ¡Ése es el Jardín del Edén que por años he anhelado! —gritaba el viejo, ardiendo de fiebre por el flechazo recibido, que ni las yerbas y hechicerías de Catalina ni las oraciones del capellán habían logrado sanar. Habíamos descendido sobre un valle muy dulce, lleno de robles y otros árboles desconocidos en España, quillayes, peumos, maitenes, coigües, canelos. Era pleno verano, pero las altísimas montañas del horizonte estaban coronadas de nieve. Cerros y más cerros, dorados y suaves, rodeaban el valle. A Pedro le bastó una mirada para comprender que don Benito tenía razón: un cielo azul intenso, un aire luminoso, un bosque exuberante y en tierra fecunda, bañada por arroyos y por un río copioso, el Mapocho; ése era el sitio asignado por Dios para establecer nuestro primer poblado, porque, además de su belleza y bondad, se ajustaba a los sabios reglamentos dictados por el emperador Carlos V para fundar ciudades en las Indias: «No elijan sitios para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultades del servicio y acarreo, ni en lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos; fúndense en los medianamente levantados que gocen descubiertos los vientos del norte y mediodía; y si hubiere de tener sierras o cuestas, sean por la parte de levante y poniente; y en caso de edificar en la ribera de un río, dispongan la población de forma que saliendo el sol dé primero al pueblo que en el agua».